miércoles, 30 de junio de 2010

Ella me contó que ese último tiempo se la pasó atrapada entre dos silencios

Este cuento nació a partir de unas cosas que me contaron dos amigos. Y quedó :).


Ella me contó que ese último tiempo se la pasó atrapada entre dos silencios. Tenía el silencio de su esposo y el de su amante. Ambos sabían que había alguien más pero ninguno quería hablar de eso. Y ella estaba ahí, chiquitita… como quien intenta avanzar entre el espacio de dos silencios… como cuando te querés mover y no hay ley de gravedad que valga, que te sirve de apoyo. Pasó lo que tenía que pasar: dejó a los dos, luego de decirles, de a uno, que eran dos inútiles y que quería un hombre, no un marmota silencioso a su lado.
Pero yo no la entiendo y no comparto eso. Los otros dos… no sé. El silencio es a veces lo único que nos queda frente a lo inexplicable o inconciliable. A lo que está ahí, sonando como una musiquita de fondo pero que no llega a manifestarse totalmente, siendo preconsciente, latente por momentos. Yo la miro desde lejos, llevándose la vida por delante, esperando un auto que siempre está disponible, tomando un café pero sólo por el gusto de tomar algo, de poder poseer. Y piensa que eso es sexy y que lo pasado de moda no combina con nada.
Ella me dice que lo que nos une no es el amor ni el espanto… sino la forma de filosofar a martillazos. Yo digo, por el contrario, que nos une el espanto ante un mundo horrible y las ganas de hacerlo un poquito (al menos un poquito) más lindo. Nos une el espanto… y el amor por querer disminuirlo un poco.
Igual me molesta saber un pedacito y no encontrar el todo. Como cuando buscás una canción sabiendo unos versos a medias, sin estar seguro de haberlos siquiera escuchado bien. Después volvés a escuchar el tema en otro lugar, unos segundos nada más y no llegás a copiar ningún verso, algo entendible de lo poco que captaste. Quiero un pedacito, sólo un pedacito, y otro y otro, hasta formar un algo más o menos coherente, hasta darle una fachada racional a lo disparatado, hasta que los retazos formen un lienzo donde se pueda leer una música.
Me volvió a contar que dejó los tacos y los trajes para descansar sus pies y aventurarse con un pintor que llegó envuelto en agua de mar y cielos de Monet y que supo domesticarse en la ciudad. Pero en esta ciudad no hay ni espacio en las paredes para colgar un cuadro ni lugar para guardar un secreto ni minutos entre amigas para compartir confidencias. Nunca hay tiempo.
Desde chicas ensayamos cómo sería usar lápiz labial rojo y sombra celeste. Nos empolvamos la cara con rubor rojizo y jugamos a llevar collares de perlas pesadas. Después crecemos y ya no le pedimos a nadie que nos delinee: lo hacemos solas. Ya no tenemos vergüenza por los cambios de la pubertad, nos sentimos más señoritas que otras mujeres adultas. Y algunas se hacen presas del maquillaje y terminan maquillando todo lo que encuentran a su paso, incluso sus relaciones. Otras detestan sentir algo en su cara que no sean sus pestañas, el puro rímel les pesa. Otras van y vienen entre arqueadores y hombres con flechas pero sin arcos. Otras buscan usar una sombra fuerte en los ojos sólo cuando necesitan encubrir unos párpados hinchados porque la noche anterior les pasa factura a la mañana y no quieren que nadie sepa que estuvieron tristes. Sea como fuere, nos disfrazamos de algo a la noche para parecer más deslumbrantes que las otras, vivimos en esa carrera en la que todas jugamos, está en nuestra esencia misma, no lo podemos evitar, no dejamos de comparar, de medir a ojo, de relojear lo que a otra la hace más mujer y lo que esta tiene y a mí me falta y lo que yo tengo y ella no. Nos entregamos a ese juego sin sorpresas, sabemos que hasta nuestras amigas lo llevan en el fondo, aunque no lo demuestren y lo repriman un poco.
Una noche dejamos de lado el pañuelito y dibujamos la mejor sonrisa. Pero lo que no se puede maquillar es la mirada. Esa siempre nos delata, aunque pongas carita de nada o de interés. Por eso, siempre es mejor usar un rímel a prueba de agua, por si acaso. Aunque es todo mentira: ¿quién le gana a las lágrimas? Ahí vemos caer una constelación de sombra volátil mezclada con nuestros deseos y fijador. Qué empaste, qué mezcla. Y cuánto más fijador usamos, menos nos fijamos al otro.
Un amigo me dijo una vez: “Lo que se escribe es sólo lo menos lindo de lo que una persona puede llegar a escribir; las mejores frases nunca fueron escritas: se dan de repente, cuando no hay alguien cerca que luego pueda comunicarla o cuando no tenemos cómo recordarla o dónde escribirla. Y eso que lo escrito parece lo mejor, es casi perfecto… imaginate cómo será lo que no se escribió. Quizás sea perfecto por eso, porque no se escribió y su destino era nacer y morir durante unos minutos, unas horas, unos días, hasta que se lo lleva el paso de la edad o el olvido del tiempo”. No sé si tiene razón o sólo quiso decirme algo que quedara bien. Sé que hay algo de verdad en lo que dijo, pero en una parte; no pasa eso con todas las frases. Y de nuevo, casi sin querer, aparece ese pedacito, esa partecita del todo, el hilo que forma parte del dibujo más grande y que no se puede apreciar desde cerca, como un cuadro impresionista.
Ya se hizo de noche y mi día expresionista tiene que terminar. No encuentro la ropa para la ocasión. Hay un pintor que llegó envuelto en agua de mar y cielos de Monet y que supo domesticarse en la ciudad que me está esperando y ya estoy llegando tarde. Ambos sabemos que hay alguien más pero no queremos hablar de eso, no nos parece necesario. Tengo ganas de des-domesticarlo (aunque sea por hoy).